jueves, mayo 1

El arte no es el enemigo

(*)

Una iniciativa que busca reformar el Código Penal Federal para sancionar la apología del delito en obras culturales como el cine, la televisión, la música, la literatura e incluso los videojuegos ha generado un intenso debate y hasta destrozos y violencia en centros de espectáculos.

Según el legislador promovente, el diputado de Morena y vocero de su bancada, Arturo Ávila, este tipo de manifestaciones artísticas representan “un peligro potencial para el orden público y la convivencia armónica”, por lo que deberían ser limitadas y penalizadas cuando glorifican o justifican conductas delictivas.

Lo anterior, sin llegar a comprender que el enemigo es la desigualdad, la impunidad y el abandono institucional que empujan a muchos a vivir en realidades que parecen sacadas de una serie de televisión.

A primera vista, su propuesta podría parecer razonable, especialmente si se analiza desde la preocupación legítima por los efectos que ciertos contenidos pueden tener sobre audiencias vulnerables, como los jóvenes. No es un secreto que vivimos en un entorno social donde la violencia y el crimen organizado han permeado muchas capas de la vida cotidiana, y que el narco ha encontrado incluso un espacio de representación en la cultura popular a través de narcocorridos, series de televisión y películas.

Sin embargo, el problema de fondo es mucho más complejo. Tipificar como delito la apología del crimen en obras culturales es abrir la puerta a un tipo de censura que pone en riesgo uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia: la libertad de expresión. Lo que esta iniciativa propone no es simplemente proteger a la sociedad de contenidos nocivos, sino otorgarle al Estado la capacidad de decidir qué historias pueden contarse y cuáles no, qué versiones de la realidad son válidas y cuáles merecen ser castigadas.

Uno de los aspectos más preocupantes de esta reforma es su ambigüedad. ¿Cómo se determinará cuándo una obra hace “apología” del delito? ¿Bajo qué criterios se juzgará si una serie de televisión “glorifica” el crimen o simplemente lo retrata como parte de una narrativa crítica y realista?

Tomemos por ejemplo series como Narcos, Breaking Bad o incluso la mexicana El Infierno. En ellas se presentan historias donde los protagonistas están inmersos en actividades ilícitas, pero también se muestra la crudeza, la decadencia y el costo humano de esos mundos. ¿Podrían ser consideradas apología del delito simplemente por tener como eje narrativo a personajes criminales? ¿O se valorará la intención artística, el contexto y la crítica implícita?

La delgada línea entre mostrar y promover es fácilmente manipulable. Si se aprueba esta reforma, podría establecerse un precedente que permita perseguir a artistas y creadores por el mero hecho de representar una realidad incómoda, una violencia que ya existe, una corrupción que es palpable, o una cultura que ya forma parte del tejido social. No se trata de fomentar el crimen, sino de no negarlo ni maquillarlo en nombre de una moral oficial.

La función del arte no es complacer al poder ni maquillar la realidad, sino interpelar, cuestionar, provocar e incluso incomodar. En sociedades complejas y dolidas como la mexicana, la cultura ha sido una herramienta poderosa para procesar traumas, denunciar injusticias y reflejar las múltiples caras de nuestra realidad. Criminalizar al arte es, en última instancia, criminalizar la posibilidad de comprendernos a nosotros mismos.

Bajo esta lógica, novelas como La Reina del Sur de Arturo Pérez-Reverte o películas como Amores Perros de Alejandro González Iñárritu podrían entrar en la mira de esta legislación. ¿Son estas obras responsables de fomentar el delito o son intentos válidos por representar la violencia estructural y las contradicciones de nuestra sociedad?

La historia demuestra que los regímenes autoritarios han recurrido frecuentemente al argumento de la moral pública o la estabilidad social para restringir la expresión artística. La censura no suele llegar en forma de una prohibición directa, sino a través de leyes ambiguas que permiten al Estado actuar como juez de lo que puede o no puede representarse. El resultado es una cultura empobrecida, uniforme, obediente y temerosa.

Si aceptamos que una obra artística puede ser sancionada por mostrar realidades incómodas, también podríamos abrir la puerta a perseguir aquellas que critican al gobierno, que exponen casos de corrupción o que se atreven a tocar temas tabú. El arte incómodo es muchas veces el más necesario, porque sacude las conciencias y activa el pensamiento crítico.

Además, es importante señalar que ya existen mecanismos legales para sancionar contenidos que realmente inciten al odio, a la violencia o a la comisión de delitos. El problema no es la falta de leyes, sino su aplicación justa, imparcial y contextualizada. Ampliar el marco penal para incluir expresiones culturales es una medida peligrosa y desproporcionada.

En lugar de recurrir al castigo, se debería apostar por políticas educativas y culturales que fortalezcan el pensamiento crítico, la capacidad de discernimiento y el análisis ético de los contenidos. Prohibir nunca ha sido la solución. Lo que se necesita es fomentar el diálogo, la reflexión y el consumo consciente de productos culturales.

El arte puede ser un vehículo de transformación social, pero no si se le mutila. La responsabilidad del Estado no es decidir qué se puede decir, sino garantizar las condiciones para que todas las voces puedan ser escuchadas, especialmente las que vienen desde los márgenes, desde los lugares donde el dolor, la injusticia o la violencia son parte del día a día.

La iniciativa de reforma presentada por el diputado Arturo Ávila es un grave retroceso en materia de libertades. Si bien se enmarca en una preocupación legítima sobre el impacto de los contenidos culturales en la sociedad, su solución es profundamente equivocada. Penalizar la expresión artística no resolverá los problemas de violencia ni restaurará el orden social; por el contrario, nos acercará peligrosamente a un modelo autoritario donde solo se podrá hablar de lo que convenga al poder.

Más que prohibir historias, debemos preguntarnos por qué esas historias existen. ¿Qué condiciones permiten que el narcotráfico o la corrupción se conviertan en temas recurrentes en nuestra cultura?

Lo que necesitamos no es censura, sino políticas públicas que enfrenten las raíces del problema. Porque cuando se criminaliza al arte, lo que se busca no es proteger a la sociedad, sino controlar su manera de ver el mundo. Y eso, sin duda, es el mayor peligro para la convivencia armónica.

Es preciso matizar que los llamados narcocorridos, no caben como una expresión de arte, sino precisamente en la apología del delito, por lo que es de reconocer la postura asumida en Jalisco, tanto por parte de la Universidad de Guadalajara como del Gobernador Pablo Lemus Navarro, de prohibir la presentación en espectáculos públicos dependientes del Gobierno del Estado de grupos que tengan antecedentes de estar relacionados con grupos criminales y/o delincuentes, que les canten canciones o que los enaltezcan.

Opinion.salcosga23@gmail.com

@salvadorcosio1

(*) Salvador Cosío Gaona. Es Abogado por la U de G, con estudios de posgrado en Administración Pública, Economía Política, Economía del Sector Publico, Administración Municipal, Finanzas Publicas, Administración y Desarrollo de Recursos Humanos, Financiamiento para el desarrollo y Políticas Publicas, en diversas instituciones. Tiene el Grado de Doctor en Derecho con la distinción Maxima Cum Laude en la Universidad Complutense de Madrid en España.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *