Las campañas se bañaron de sangre, odio y rencor.
Al momento en que redacto esta colaboración, en lo que va del actual proceso electoral, han sido asesinados más de 120 aspirantes a algún cargo de elección popular y se afirma que al menos el diez por ciento de los municipios del país son escenario de algún tipo de crimen asociado a las elecciones; esto sugiere que políticos de muchos Estados, incluido Jalisco, han sufrido intimidaciones, ataques a familiares, o agresiones físicas o con armas de fuego.
La temible, peligrosa y evidente injerencia del hampa, provocó que Janine Otálora Malassis, presidenta del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, reconociera el pasado 22 de junio que el crimen organizado es quien decide qué candidatos deben estar en la boleta electoral.
Una declaración de este tamaño, en alguna otra parte del mundo democrático, habría sido un escándalo gigantesco; pero en nuestra nación no lo fue. Sólo se trató de una voz autorizada que confirmó lo que todos sabemos: en México la mafia impone su propia ley.
Pero si a lo anterior le agregamos la fuerte dosis de animadversión y calumnia que se le ha suministrado a las cruzadas presidenciales y estatales (caso Jalisco), entonces el ambiente está que arde.
Bajo el argumento de que resulta muy “saludable” para los electores contrastar los perfiles e historia de los candidatos, los cuartos de estrategia enfocaron sus baterías hacia lo agresivo y belicoso; esto es, por cada propuesta, tenía que orquestarse en paralelo un ataque inmisericorde y de alto impacto.
Sin embargo, la ferocidad con la que se articularon las tácticas proselitistas encresparon las emociones del gran elector. Y es que debemos admitir que en la atmósfera nacional se percibe una polarización inquietante. El desprecio entre unos y otros, hizo que el de por sí complejo mosaico nacional se fisurara aún más.
Estamos a muy pocos días de conocer el veredicto mayoritario sobre quién será el presidente de la República y quién el gobernador de Jalisco. También, en breve sabremos si los políticos electos tendrán la capacidad de apaciguar sus fobias y trabajar con el propósito de cohesionar a una sociedad que está dividida no sólo por la brutal y creciente desigualdad, sino también por los insaciables apetitos egocéntricos de quienes aspiran conquistar el poder público.
Recordemos que un pueblo que persiste en la confrontación violenta como práctica para resolver sus necesidades, está condenado al estancamiento, o peor aún, al retroceso.
Por lo pronto, después del 1 de julio, creo que estamos obligados a reflexionar sobre las lecciones que nos dejan los ríos de sangre, el enojo y la beligerancia, de este iracundo y penoso proceso electoral.