La manera como el licenciado Raúl Padilla López decidió marcharse, queda en su más profunda intimidad personal y debe, antes que nada, ser motivo de profundo respeto.
Su legado, sin embargo, con todos los claroscuros, es el que inevitablemente tendría que ser revisado más allá de las formas, por el tamaño de lo que logró impulsar y construir.
Traté a Raúl como reportero y columnista, en una situación crítica y en ocasiones de choque; después, como como parte de mi labor en la Universidad de Guadalajara, llegué a intercambiar con él algunos puntos de vista, aunque más bien mi relación se limitó a varias entrevistas que le realicé con motivo de la Red Universitaria y la Feria Internacional del Libro.
No obstante, fue curioso como a lo largo de estos diez años de trabajo en la U de G, cuantas columnas escribía en Milenio que resultaban incómodas para algún personaje, inmediatamente se las atribuían al “licenciado”.
Me imagino que suponían que desde el búnker donde despachaba, en una intrincada red donde movía todos los hilos de cada alma que trabajara en la universidad, me llamaba y daba instrucciones para que golpeara a determinado sujeto que no era afín a sus intereses.
Por supuesto que no era cierto. En las telarañas que se tejieron en torno a su persona, esta es una de las más simplonas e insulsas. Jamás me dio línea o pidió que escribiera contra alguien.
Supongo que, al igual que este pasaje, habrá otras historias endilgadas a Raúl Padilla López que lindaron en la ficción y otros hechos que fueron reales, aunque nunca fueran contados.
De los escasos encuentros que recuerdo, destaca una reunión en su casa donde contó a un reducido grupo de colaboradores de la universidad, la ocasión que lo visitó el entonces gobernador Emilio González Márquez.
La historia de su ascenso en el poder universitario es de sobra conocida. También la proyección alcanzada por la U de G y, sobre todo, la descentralización que permitió llevar centros universitarios a distintas regiones de la entidad, lo mismo que en su momento desarrollar campus temáticos en los campos de salud, ingenierías o el ámbito de humanidades.
Pero la joya de la corona lo encarna la Feria Internacional del Libro (FIL) que se ha convertido en uno de los principales baluartes de la cultura en el país, por más que gobiernos en turno pretendan regatearle méritos a la segunda feria de los libros más importante del mundo.
La figura de Padilla, que encarna filias y fobias, debe entenderse como el promotor cultural al que le tocó tratar en su tiempo con políticos y gobiernos de todos los colores.
Difícilmente existe un personaje que pueda acreditar una mediana habilidad para sortear tantas expresiones diversas y aún salir al paso con proyectos como la biblioteca del estado o el mismo Centro Cultural Universitario.
En los días que vendrán, serán escritas más páginas sobre su legado. Algunas demoledoras en contra, otras a favor de su obra.
A la distancia, yo solamente recuerdo una vez, cuando me tocó ver a Raúl de carne y hueso en una faceta muy poco conocida.
Llegué con un camarógrafo a realizarle una entrevista por los diez años de la red universitaria. Estaba de muy buen humor. Mientras el camarógrafo colocaba el equipo, instalaba el tripie y hacía los ajustes de grabación, Raúl me contó un chiste de un gangoso, con todo y la singular tonalidad de quienes hablan así.
Al retirarnos, le consulté al camarógrafo si había grabado el chiste del entrevistado. Me dijo que no.
Terminé frustrado. No es que los datos sobre la descentralización educativa de la Universidad de Guadalajara fueran malos, ni que fuera irrelevante la historia de cómo se consiguió evitar la migración de miles de jóvenes hacia la capital del estado.
Solo que sentí entonces que nada de esto podía superar, a un cuento de gangosos, contado y actuado nada menos que por el “licenciado”.