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López Obrador: aluxes y fantasías

Hace más de un año consigné en este espacio que el presidente acusa rasgos inquietantes de personalidad.

La tremenda capacidad de mentir en público es preocupante si consideramos que es un mandatario que acumula demasiado poder gracias al ciego fanatismo de sus seguidores.

Sin embargo, al margen de su mitomanía y grandilocuencia, en las últimas semanas la evidencia que tenemos de su descomposición mental y emocional ha escalado a niveles de alto riesgo.

La manera en que se comporta y reacciona ante lo que le disgusta, raya en lo que clínicamente puede clasificarse como locura.

Sus furiosos arrebatos deben aumentar el estado de alerta de la sociedad civil.

Los insultos que profiere contra lo que él denomina “adversarios” apestan a odio, y ese sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien –como sucede, por ejemplo, en los casos de Carlos Loret, Lorenzo Córdova y ahora la ministra Norma Lucía Piña– le genera el deseo de producirles un daño o de que les ocurra alguna desgracia.

Hay que decirlo, Andrés Manuel no está en sus cabales. Más aún, es incapaz de dominar sus impulsos y eso lo vuelve, por su inestabilidad explosiva, en un jefe de estado peligroso.

Las mañaneras lo dibujan con un cuerpo fragmentado y en ocasiones ya es imposible distinguir la diferencia entre lo que dice, piensa y hace.

De no ser por los paleros disfrazados de periodistas que a diario ponen su dignidad al servicio de su épica delirante, López Obrador hoy estaría enfrentando el severo juicio de la población bien informada debido al desastre que ha provocado su gestión.

La Real Academia Española tiene varias formas para definir a una persona loca, entre las que destacan dos:

  1. Que ha perdido la razón.
  2. De poco juicio, disparatada e imprudente.

En el campo de la psiquiatría, se cataloga a un hombre loco cuando éste presenta actitudes trastornadas, o manifiesta facultades mentales perturbadas. Es alguien que tiene escaso juicio o se comporta de forma disparatada, imprudente o temeraria, sin pensar en las consecuencias.

Ejemplos sobran para poner en duda su cordura y lucidez.

Un botón de muestra es que se ha comparado con Jesús de Nazaret.

Es así que podemos entender –jamás justificar- que asuma que él es promulgador único de lo que es cierto o no, y que todo aquel que cuestione su cosmovisión se convierte, de inmediato, en traidor y enemigo de la patria imaginaria que ha construido como parte de su quimera.

El hecho de que haya visto en el Zócalo el pasado domingo 26 de febrero a 90 mil y no a medio millón de ciudadanos protestando contra su reforma al INE, tiene una explicación estremecedora: sus ojos miran desde la perspectiva de quien no percibe la realidad como es, sino como la concibe su mente.

Torcer la verdad es propio de un sujeto atascado en la paranoia y la vesania.

Por eso en donde se da una masacre, afirma que se trató de un acto mortal provocado por Felipe Calderón.

De igual modo,  legitimar los plagios de la ministra Yasmín Esquivel tiene sentido ante sus ojos, ya que son pecadillos de juventud, según el catálogo de sus principios baratos.

Defender y financiar al régimen del dictador cubano Miguel Díaz-Canel, significa un acto de hermandad, pero atacar obsesivamente a la presidenta del Perú, Dina Boluarte, es una batalla heroica que merece el reconocimiento mundial.

Y el colmo de lo vergonzoso: montar una farsa para rendir honores a la empresa de carga aérea DHL por aterrizar en el AIFA, mientras buscaba obstaculizar la instalación de TESLA en Nuevo León, se debe a que cree que es un bonito homenaje a su pobre visión bananera.

Ese es Andrés Manuel, un tipo que, sumido en su pensamiento mágico, hunde al país en el fango de sus complejos y rencores.

Entendamos pues que López Obrador habita en un México incompatible con el que nosotros padecemos.

Son los tiempos de un sexenio de aluxes y fantasías.

@DeFrentealPoder

• Óscar Ábrego

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Empresario, consultor en los sectores público y privado, escritor y analista político.

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