– ¡Conchita, este me mató! ¡este me mató! – Exclamó José González “Carnicerito de México”, luego de la cogida que recibió de Sombrerero, aquel fatídico 14 de septiembre de 1947 en Vila Vicosa, Portugal. La frase que quedó para la posteridad fue para Conchita Cintrón, acartelada ese día con el torero jalisciense y orgullo de Tepatitlán de Morelos.
Por Ricardo Sotelo
La tarde en que se realizaba el festejo había sido tranquila en el coso, incluso con tintes de decepción. Sin embargo, el astado de “Carnicerito”, perteneciente a la ganadería de Falcas de Alcochete, ya había dado avisos de traición por el lado derecho. El diestro, con afán de complacer a la gente poco le importó el comportamiento y tras una tanda de derechazos, quedó a merced del burel que, tras desarmarlo, lo embistió entre las tablas para hundirle con saña el pitón en el muslo derecho.
El espigado matador aún pudo sostenerse en pie y llamó a su cuadrilla para llegar lo antes posible a la enfermería, que no tenía más que costales llenos de paja y algunas sábanas decoloradas por el paso del tiempo. Entre el trayecto del ruedo al cuarto de sanación, González ya había perdido litros de sangre, y una mancha curvilínea en grana mostraba el camino del torero con rumbo a la incertidumbre.
Conchita Cintrón, que no se apartó un solo momento de “Carnicerito” y fue testigo del silencioso sufrimiento antemortem, trató de apaciguar los alaridos. Al no encontrar utensilios prácticos para una cirugía e incluso lo más básico para cerrar la herida, algunos bomberos lidereados por la rejoneadora decidieron llevar al malogrado coleta a un hospital privado.
En un momento ocasionado por el shock, José comenzó a hablar de manera disparatada, aunque de algunos balbuceos se pudo escuchar un lamento que estremeció a la flotilla. “Nomás le pido a Dios que me dé valor” – “Quiero morirme en mi tierra”.
Tras varias horas de extenuante camino, el cuerpo maltrecho del torero llegó a un hospital de monjas, y apenas con la fuerza para mantenerse despierto recibió una transfusión de sangre. La reacción había sido positiva al principio, pero después surgió un aspecto que a veces predomina sobre la certeza: la sugestión.
Carnicerito se empeñó en comparar su situación con la de Manuel Rodríguez “Manolete”, fallecido días antes en Linares, España. A Cintrón, que se convirtió en su única confidente, le expresó que su vida acabaría como la del “Monstruo de Córdoba”. Apenas le hice llegar las condolencias a su señora madre y ahora el infortunado seré yo, pregonaba González.
Lo que en un principio parecía una recuperación normal, aunque con tintes delicados, se convirtió en un tormento de quejidos y malestares. La fiebre, que se vuelve enemiga de los toreros se introdujo sin tregua y empezó a dañar los sentidos del matador. De un momento a otro, volvieron los pensamientos de cuando “Carnicerito” era un niño y llevaba a pastear a las vacas en su natal Tepatitlán. La nostalgia, que tal vez presagiaba los últimos momentos del jalisciense en este plano, se volcó totalmente y lo prendió del alma como sombrerero lo hizo de su pierna.
Sin embargo, en sus palabras había algo distinto. Ya no era la añoranza de morir en el corazón de los Altos de Jalisco, sino que exaltaba lo bella que había sido su existencia en esta región. José González ahora daba gracias a dios por haberlo procreado en este municipio. En frases entrecortadas por las fuertes convulsiones hacía mención de su viaje a Guadalajara en 1917 y como se asentó la familia en la capital para buscar una mejor calidad de vida. Esa que estaba en sus últimos momentos.
En pleno colapso febril y emocional, recordaba sus mejores tardes como matador de toros. Aquella en Barcelona, cuando salió a hombros de la Monumental y fue llevado hasta su hotel sin que sus zapatillas pisaran el suelo. Después, repetía constantemente aquellas palabras que acuñó alguna vez en “La Condesa”, al ser desafiado por un aficionado que le reprochó el valor. “Carnicerito” se hincó ante el toro, arrojó muleta y estoque y dejó que el burel le rosara con los pitones el hombro derecho. “¿Así, o más cerca?”
De un momento a otro, recordó también cuando en 1932 obtuvo la oreja de oro en el coso capitalino, tras una faena de valor en la que cortó orejas y rabo. Indómito como él solo, lidió al toro en las tablas, que pese a cogerlo en dos ocasiones, terminó la faena y pidió no ser atendido hasta dar la vuelta al ruedo. Ahí fue bautizado como “El León de Jalisco”, y de nuevo fue sacado a hombros hasta la calle.
Pero en el punto más álgido de sus remembranzas volvió el caos. El resplandor en sus ojos que duró algunos minutos se convirtió en un opaco y amarillento tono. El sudor se transformó en hedor y los dedos se contrajeron con fijeza. Desde cuartos aledaños se podía escuchar la respiración del diestro con agudos quejidos ocasionados por el dolor en el muslo.
Las consecuencias de la cornada habían llegado al límite. La línea divisoria entre lo terrenal y lo etéreo estaba en el punto más endeble.
Se dice en el argot que no existe un torero que no haya pagado con su sangre la osadía de enfrentar a una res brava. Aunque en este caso, el matador alteño lo había saldado con su propia vida.
La muerte, que tantas veces lo había respetado en la arena hoy le acariciaba desde su habitación. Pero antes de llevarlo consigo, le permitió tener la regresión de un deseo apasionado. De viajar miles de kilómetros a su tierra querida para despedirse con una mirada, como hacen los conquistadores.
Quizá la intensa personalidad que proyectó en su carrera le dio el permiso divino para agenciar la dualidad del dolor y el recuerdo sagrado.
Sin más por sentir, José Loreto González “El Carnicerito de México” expiró la mañana del 15 de septiembre de 1947 en Vila Vicosa, Portugal. La noticia de su muerte causó un profundo pesar en el país lusitano, que de inmediato canceló los festejos por la independencia nacional, previstos desde meses antes. En un ambiente de tristeza y lástima por la suerte del matador jalisciense, hubo algunos aficionados que recordaron su valor a toda prueba y en palabras de Conchita Cintrón, declararon que “El amor de Carnicerito por su pueblo es el que deberíamos de tener todos por el propio. Su lugar de origen debe ser un paraíso”.