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La otra crisis de la pandemia

Muchos son los síntomas sociales del coronavirus, más que la fiebre, la tos y el malestar, los síntomas son colectivos, fomentan la discordia, inducen al desconcierto, minan la confianza ciudadana y laceran profundamente el tejido social. La pandemia que azota a buena parte del mundo no se ha limitado a dañar la salud de millones de personas sino que otro tanto ha visto afectada seriamente sus finanzas y es difícil adivinar cual será el desenlace, aunque desde ahora podemos advertir el mal tiempo que se aproxima para negocios, empresas y familias.

A principios del presente año pudimos conocer, o mejor dicho, empezamos a escuchar de un virus que estaba matando a personas en una, entonces lejana, ciudad China. En ese momento no se le visualizó como una amenaza real, siendo que si se ubicaba al otro lado del mundo difícilmente nos alcanzaría, sin menoscabo de que supusimos que antes de que pudiese llegar a dañarnos, siendo China una potencia mundial y nuestro vecino del norte también, el virus no pintaba entre nuestras preocupaciones cotidianas.

Pero tal y como lo refiere el periodista Gerardo Herrera, -en El Semanario sin límites-, fuimos poniendo atención en las peculiaridades de la enfermedad. Recibimos las noticias primeras, como es natural hoy en día, por los principales medios noticiosos, hasta entonces, aliados irreductibles de la comunicación oficial y por las eficientes y prolijas redes sociales.

Los síntomas, se dijo, eran la fiebre, tos seca, dificultad para respirar, dolor de cuerpo y malestar general. Más tarde se adicionó la pérdida de olfato y la desaparición del sentido del gusto. Se identificó como vehículo de transmisión genérico el contacto personal, favorecido por el natural desconocimiento de la infección, toda vez que puede ser asintomática en un alto porcentaje de casos.

Así, mientras la enfermedad se propagaba silenciosa y se instalaba cómodamente en cualquier espacio, en cualquier picaporte, en cualquier salón de clases, en cualquier despacho, espacio público, transporte colectivo, auditorio o centro de espectáculos, la vida continuó su marcha cotidiana sin mayor preocupación. China estaba muy lejos.

Inexorable, silencioso y perseverante, el anunciado mal invadió de repente, con un carácter, eso sí, democrático, republicano, federalista y universal, acometió sin reparo ni distinción alguna a conservadores y liberales, a ricos y pobres, a jóvenes y viejos, hombres y mujeres por igual. Enclaustró comunidades enteras, aisló a padres e hijos, dejó en el desamparo a millones, enterró a miles y aterrorizó a todos.

Las estadísticas difundidas cotidianamente respecto a la expansión de la pandemia dan cuenta del número de personas contagiadas, hospitalizadas, fallecidas o recuperadas, focalizando la atención en los alarmantes datos. No se habla prácticamente de otra cosa que no sea el bicho y la amenaza patente en materia sanitaria.

Pero parece que no se consideran los efectos catastróficos de otros síntomas del COVID-19, no referidos por la estadística, pero evidentes, que se suman a los ya descubiertos por los científicos y los profesionales de la salud. Estos son la parálisis, el hambre y la angustia, que pueden tener manifestaciones antes, durante y después de la enfermedad, con secuelas profundas, incluso sin haber tenido un contagio confirmado, sobre la salud social, política y económica de la nación.

El confinamiento ha provocado la desaceleración de la actividad social y productiva, con un impacto directo en la capacidad de las empresas más vulnerables para sostenerse y sortear con cierto grado de éxito la circunstancia. El efecto inmediato, consecuencia lógica, es el despido de trabajadores y, por lo tanto, el incremento del desempleo. Tanto el sector privado como gobiernos de diversos órdenes han advertido un futuro inmediato nada promisorio, y han propuesto medidas de contención que no han sido privilegiadas por el consenso de todos los sectores.

La parálisis económica y administrativa se erige como una amenaza latente, que dejaría en la orfandad a miles, sin los recursos mínimos para atender la subsistencia del hogar. El hambre y la angustia serían la realidad pavorosa de amplios sectores de la población, tanto o más dañina que la crisis viral, con los consecuentes efectos negativos en el ambiente social, en la estabilidad y la seguridad del país.

Mientras la atención se centra en la novedosa peste, en la reclusión y en el debate económico y político, la administración pública mantiene al mínimo indispensable la actividad, particularmente de los servicios esenciales.

Y en todo este contexto, sigue siendo necesario replantearnos en primer término, qué estamos haciendo para ayudar nosotros a amainar la situación desde nuestras propias trincheras. Está bien atender las recomendaciones sanitarias de las autoridades, lavarnos las manos y quedarnos en casa. Pero y luego entonces qué pasará cuando tengamos que salir de nuevo a las calles. ¿Volveremos a ver la tiendita de la esquina, la peluquería a la que acostumbrábamos acudir, el bolero de la plaza, la pastelería, el restaurante favorito? Quizá deberíamos pensar cómo estamos ayudando o cómo lo podemos hacer y entonces revisar nuestro entorno más cercano para saber si algún familiar, vecino, o amigo nos necesita y tenderle una mano. Por ahí podríamos comenzar.

opinion.salcosga@hotmail.com
@salvadorcosio1

• Salvador Cosío Gaona

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Es Abogado por la U de G, con estudios de posgrado en Administración Pública, Economía Política, Economía del Sector Publico, Administración Municipal, Finanzas Publicas, Administración y Desarrollo de Recursos Humanos, Financiamiento para el desarrollo y Políticas Publicas, en diversas instituciones. Tiene el Grado de Doctor en Derecho con la distinción Maxima Cum Laude en la Universidad Complutense de Madrid en España.

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