Por Carlos Martínez Macías
En la modorra de la espera después de una guerra que duró apenas 12 días, unos 700 periodistas de distintas partes del mundo, esperábamos en el patio central del hotel Diego de Mazariegos, algún comunicado del subcomandante Marcos o comisión para la paz que encabezaba Manuel Camacho Solís.
Era el mes de enero de 1994 y en San Cristóbal de las Casas nos dimos cita, decenas de periodistas mexicanos que nos convertimos en “corresponsales” de una mini guerra que muy pronto tomaría tintes de un set cinematográfico o de una serie de televisión.
Fue ahí, en uno de esos letargos, que apareció Andrés Contreras, el autodenominado “juglar de la selva” –que años más tarde mudaría a juglar de los caminos– que, con una guitarra y su paliacate, comenzó a cantar corridos del conflicto zapatista.
Selva sangrienta, Al sureste ya me voy, No te quites el pasamontañas y La Monjita guerrillera, fueron algunos de los temas que interpretó bajo las cámaras de televisoras locales y extranjeras, para quienes aquellas canciones fueron oro molido.
La declaratoria de guerra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), había sorprendido al mundo por tratarse de una guerrilla de indígenas encapuchados con botas de plástico cuyo líder era un mestizo que fumaba pipa y que luego ser vería que disparaba más poesía en comunicados que balas.
En aquel año, Chiapas se puso de moda y la mayor parte de los sectores de la población en México, estuvieron de acuerdo en las demandas de los zapatistas que reclamaban que el país hubiera olvidado al estado en el último rincón, donde dos de cada cinco niños morían de diarrea antes de los seis años; un estado de contrastes que producía el 50 por ciento de la electricidad que consumía México, pero que el 50 por ciento de su población carecía de ella.
Periodistas, intelectuales, veteranos del 68, líderes sindicales obreros, dirigentes del magisterio, militantes de casi todos los partidos, Super Barrrio, Cuauhtémoc Cárdenas y un largo etcétera, se dieron cita en esa región del sureste, al tiempo que universitarios se sumaban a caravanas para llevar a Chiapas alimentos para los habitantes que “morían de hambre”.
Me tocó acudir a la Convención Nacional Democrática convocada por el EZLN en el fondo de la selva en Guadalupe Tepeyac. Viajamos junto a cientos de delegados de la izquierda mexicana para el encuentro con los zapatistas, para lo cual tuvimos que sortear estrictos protocolos de seguridad.
El subcomandante Marcos encabezó el acto en un estrado en forma de barco, donde el singular personaje hizo una severa crítica a los gobiernos neoliberales y convocó a los asistentes a derrotar lo que representaba el gobierno de Carlos Salinas de Gortari.
Pero esa noche, para el arca de Marcos, cayó un diluvio. Varios periodistas caminamos durante la tormenta en la noche y nos refugiamos en una clínica de Solidaridad construida por Salinas. Fuimos los primeros en llegar.
Por la mañana, despertamos rodeados de decenas de delegados que habían jurado junto al subcomandante, combatir al salinismo…
Ahora que se cumplen 30 años del asalto del EZLN, intento mirar atrás. Recuerdo que me encontré hace un par de años a Andrés Contreras. Estaba en las rejas de catedral, en la Ciudad de México, junto a hombres que buscan empleo de distintos oficios. Todavía traía casetes y discos de su álbum “Selva Sangrienta”, pero se lamentaba que los zapatistas pasaron de moda.
Los encapuchados se dividieron. A Marcos le creció la panza, escribió un libro de erotismo, para cambiar luego de nombre y después regresar al mismo.
Mientras en Chiapas las cosas no cambiaron mucho. Sigue habiendo terratenientes, los zapatistas se volvieron otra fuerza política y para colmo ahora están los cárteles del narco que se disputan el territorio.
Un estudio del gobierno federal, revela que hasta 2020, el 74 por ciento de los chiapanecos vivía en la pobreza, 80 por ciento no tiene acceso a seguridad y social y 56 por ciento carece de servicios básicos en sus viviendas… igual que en 1994.