Una parte del Panteón San Lorenzo Tezonco de Iztapalapa, en Ciudad de México, se habilitó para enterrar a personas que murieron a causa de covid-19. Al lugar arriban decenas cortejos fúnebres todos los días. En estos días hay mucho trabajo. “Abrieron este espacio porque están llenos los crematorios”, asegura el chofer de carroza Hugo Ortiz.
Trabajadores del panteón de San Lorenzo Tezonco en Iztapalapa, sepultan en la fosa común cadáveres por covid-19
Ortiz en realidad es chofer de taxi, pero últimamente en la mañanas hace servicios fúnebres para la funeraria privada Ángeles y en las tardes maneja su taxi. El chico no usa traje protector, porque necesita una talla extra grande. Además, explica que es demasiado caro e incómodo usar todas las medidas.
Su carroza que no es otra cosa que una camioneta familiar sin asientos. Saca del vehículo la caja de una paciente de 56 años que murió por “probable covid-19”. En el vehículo viajan también cinco familiares de la difunta.
Con ayuda de los sepultureros, Ortiz baja el ataúd de su camioneta. “Sanítizame”, le pide el panteonero y le echa con un atomizador alcohol en las manos. La caja está envuelta en plástico. Pero nadie usa trajes especiales, ni cubrebocas, ni protección para los zapatos o guantes.
Hugo Ortiz espera su turno para descargar el ataúd de una persona que murió por covid-19. Para el retrato accede a ponerse el traje de tela que asegura le resulta poco práctico para trabajar.
Media docena de panteoneros que trabajan en este lugar dejaron los únicos trajes que les ha dado la administración entre los árboles que rodean el sitio. Están rotos y muy sucios. Prefieren sólo trabajar con la ropa de la delegación Iztapalapa. Usan sombreros y cachuchas decoloradas por el sol. Con palas y picos entierran y cavan los nuevos hoyos donde meterán los cuerpos que van llegando.
Ellos dan un servicio tras otro. Los muertos no dan tregua. Incluso mientras se llevan a cabo los entierros, las familias esperan su turno para enterrar a su difunto. Los panteoneros se sofocan con sus trajes sucios, pero se los ponen en cuanto el reportero gráfico comienza a fotografiar la escena.
—¿No te da miedo contagiarte?, se le pregunta a un panteonero Camilo González.
—El que no se muere de una cosa se va a morir de otra.
—¿Cuánto sacan por trabajar aquí?
—Pues depende de las propinas que nos traen. Hay unos que sí dan y otros que nada.
—¿Y la delegación qué les ha dado?
—Puros muertos.
Al terminar cada servicio, Camilo se quita la gorra y se la coloca en el corazón en señal de respeto, luego exclama a los presentes:
“Nosotros no recibimos dinero de ninguna institución, nosotros nos ganamos el pan de cada día con esa pequeña moneda que nos guste regalar de todo corazón. Nosotros se lo vamos a agradecer, Que dios les mande una pronta resignación y que lleguen con bien a sus hogares”.
Los familiares sacan algunos pesos de sus monederos o algún billete y lo echan a la gorra del sepulturero que pide propina para él y sus compañeros. El entierro es rápido, algunas familias cantan y rezan, la covid-19 provocó que se acortaran los tiempos de entierro. Pero aquí la muerte no deja de ser ceremoniosa.
Hay gente que fabrica con algunas ramas una cruz para su familiar, otros más afortunados traen flores blancas. Las familias se abrazan y lloran juntos. Los amigos de la familia dan el obligado pésame. Hay algunos que durante el entierro piden el servicio de un par de músicos que toca canciones tristes con un contrabajo y un viejo acordeón.
Desechables, quienes barren las calles
Olga es ama de casa, su esposo es barrendero de la Ciudad de México. “Mi esposo es empleado de gobierno, él es de la Cuauhtémoc, él trae un camión recolector. Pero a ellos no les dieron ninguna protección. Tienen que trabajar diario, normal, sin ninguna protección. A ellos no les dieron guantes, no les dieron nada. Para su jefe, es inmortal, son inmortales todas esas personas, porque a ellos no les dieron nada. Pero eso sí, los obligan trabajar diario”.
Ella asegura que otros barrenderos están contagiados: “Ahorita ya se habla que son 10 compañeros. El jefe de ellos no nos ha dicho nada, ahorita no hay nadie del gobierno que me manden a decir que me van a ayudar con los gastos aquí. El gobierno no ayuda, es una vil mentira, ellos los fregaron”.
Por lo pronto, lo único que le da pendiente es que su esposo salga bien del hospital, ella tiene mucha esperanza aunque sabe que entró con neumonía, vómito y con un un ritmo cardiaco muy lento, además de que “ya no comía”.
—¿Alguien más en su familia ha presentado síntomas?, se le pregunta.
—Sí, pero ya estamos en tratamiento médico. Estoy yo, está mi yerno, mi hija y mi hijo. Toda la familia y pues a echarle ganas.
Olga pasó la noche afuera del hospital, está tan preocupada por su esposo que ni siquiera ha pedido que la chequen. Tampoco ha comido en un par de días. Espera en la banca en que durmió buenas noticias. Ahí advierte:
«Si usted es periodista ojalá y haga entender a la jefa de gobierno que habemos muchos olvidados, que ni siquiera se acuerda de nosotros. Y que se acuerde de esa gente que diario los obligan a barrer, a que esté limpia la ciudad, a cambio de nada. Yo la verdad quisiera tener a la señora enfrente para que ella vea como está mi esposo».
Su esposo, dice, gana poco más de 4 mil pesos a la quincena. A pesar de que es servidor público y derechohabiente al ISSSTE desembolsó una buena cantidad de dinero en doctores privados que no solucionaron nada. Al final, relata: “solo nos dilatamos en llegar a un hospital”.
—¿Hubo algún momento en que usted creyera que el covid-19 no existiera?
—Sí, como no. Porque empezaron las noticias y empezaron a murmurar las redes que no era cierto, que estaban matando a la gente en los hospitales. Pues ahora con lo de mi esposo me doy cuenta que no era mentira y con los síntomas que me dijeron, toda nuestra familia los ha tenido. Todo eso llegaba por mensaje, las redes son muy malas.
(Texto: José Ignacio De Alba. Fotografías: Duilio Rodríguez, Red de Periodistas de a Pie).