Óscar Ábrego de León. Se dice que un político chapulín es aquel que ha hecho de su modus vivendi cobrar del erario público mediante saltos continuos de cargo en cargo. Es decir, un chapulín es todo aquel político o funcionario cuyo plan de vida está diseñado para brincar de un puesto a otro, con el firme propósito de mantenerse vigente en la nómina del poder.
Durante décadas, los chapulines han contribuido al enojo social, y es que vivir arropado por la Hacienda Pública, los coloca en un sitio de privilegio injusto e inmerecido a los ojos del ciudadano. Digamos también que los chapulines no sólo son vividores de nuestros impuestos, sino que se han ganado una reputación de cínicos e ineptos. Se piensa que no saben hacer otra cosa que no sea la de compensar sus pobres competencias y habilidades, ganando del dinero que aportamos los contribuyentes.
Sí, los chapulines, son parte de nuestro a veces insoportable folklore nacional. Sin embargo, pareciera que hoy estamos atestiguando algo que supera con mucho el fenómeno del político chapulín. Ahora miramos con asombro casi paralizante el nacimiento de una nueva clase de políticos: los mutantes.
Mutante es todo aquello sometido a una mutación. Mutar es cambiar, modificar o alterar algo. Se sabe que el uso más común del concepto de mutante está asociado a los organismos que mutan debido a un cambio en su estructura o su composición.
Así pues, los políticos mutantes son aquellos que modifican su estructura de pensamiento y convicciones partidistas, a cambio de un mejor porvenir. Los mutantes tienen la capacidad de alterar sus “principios” ideológicos de un día para otro, según pinte la coyuntura electoral. El gen del político mutante es flexible, por ello se adapta con facilidad extrema a su nueva aspiración y circunstancia.
Si bien es cierto que los mutantes no son de reciente aparición, la verdad es que en las últimas fechas se han propagado como una plaga incontenible. Es tal la velocidad de su expansión, que los chapulines ya comienzan a ser vistos con cierta nostalgia por algunos. ¡Qué tiempos aquellos en que sólo veíamos a los chapulines saltar de un cargo a otro! Pero ahora las cosas cambiaron.
Hay que estar muy atentos, porque todas las señales indican que los mutantes llegaron para quedarse. Les basta una buena oportunidad para cambiar de color de piel. Y es que en la información genética del mutante aparecen la ambición, el rencor, la frustración y hasta el odio, todas ellas, emociones de tonos transitorios y variables.
Mutar en la política no es un acto de amor y congruencia, es más una expresión de temor e inconsistencia. Es el terror de verse fuera de la “jugada” nacional o local.
Ahora bien, y aunque son los menos, también debemos admitir que hay quienes mutan por dignidad y coherencia. No podemos criticarlos, por el contrario, en un México donde escasean esos valores, quizá hasta tenemos que aplaudirles.
Claro que aún hay mucho qué observar en este periodo electoral, pues apenas inicia.
Por ahora ignoramos si los mutantes abonarán de forma positiva a nuestra de por sí penosa democracia; pero de que lo vamos a saber, lo vamos a saber.