Lo confieso, simpatizo con la creación de la figura de los coordinadores estatales de programas de desarrollo en cada una de las entidades del país. Se trata, sin duda, de la reestructura organizacional más importante que se haya ejecutado en las últimas cuatro décadas.
Si bien es verdad que aún desconocemos la manera en que operarán, lo cierto es que de inicio suena pertinente que los gobernadores y los delegados federales sientan disminuido su poder ante un marcaje personal del presidente. Y es que hay que admitirlo, los titulares del poder ejecutivo estatal y los funcionarios de primer nivel de la actual configuración de delegaciones, operan y se comportan como auténticos virreyes.
Por eso yo no estoy de acuerdo con quienes afirman que la estrategia de López Obrador tiene el propósito de crear gubernaturas paralelas a fin de implantar un modelo con rasgos dictatoriales, pues en realidad, lo que ha ocurrido durante bastante tiempo, es que hemos padecido un formato que facilita la complicidad, corrupción e impunidad.
Lo que se aproxima es el fin de un paradigma que nos ha hecho mucho daño. Los gobernadores se verán obligados a demostrar la pertinencia de sus proyectos estratégicos. Todo indica que no bastará con la simple gestión y cabildeo de recursos financieros en las dependencias federales y la Cámara de Diputados, lo cual es sano en términos de gobernanza y gobernabilidad.
Así las cosas, por ejemplo, en el caso de Jalisco, Enrique Alfaro no tendrá otra más que adaptarse a las nuevas reglas por venir, puesto que el federalismo al que tanto acudió en sus discursos durante la campaña, no tiene nada que ver con el enfoque descentralizador y desburocratizador que impulsa Andrés Manuel.
México requiere de una presidencia vigorosa, que no confunda la tenue línea que existe entre el control y la imposición; pero tampoco que cometa la equivocación de creer que en aras de salvaguardar los principios democráticos se caiga en la anarquía, como ha sucedido con el PAN y el PRI. Ya no queda tiempo para la especulación y el respeto a las viejas formas, hay que asumir el riesgo de cambiar los modos y atacar el fondo de los graves desafíos que enfrenta nuestra nación.
Yo prefiero suponer que la llegada de AMLO a la presidencia –acompañado de un gabinete maduro y de alto nivel en la mayoría de sus posiciones-, significa el arribo de una clase política que hará todo lo que esté a su alcance para legitimar su incansable búsqueda por gobernar a nuestro pueblo.
Ahora bien, está claro que por ahora ignoramos si la desconcentración de las secretarías y la llegada de las coordinaciones generales erradicarán en buena medida los vicios ocultos y visibles, que sirvieron para que una caterva de pillos cometiera todo tipo de abusos, robos y desvíos, en favor sólo de sus parientes, amigos, novias y novios.
No sabemos también de qué forma iniciarán los cambios y cómo se proyectarán los beneficios; sin embargo, la noticia ya puso muy nerviosos a los que en breve dejarán de lucrar política y económicamente con estas estructuras del poder público.
Estamos ante un inminente cambio en la relación entre los Estados y la Federación; es decir, entre los gobernadores y el presidente.
Sólo el tiempo nos dirá si el nuevo paradigma nos guiará hacia el camino del desarrollo, el crecimiento y la paz.