En 50 años como matador hay infinidad de anécdotas. Pocos las pueden contar con una soltura cándida y honesta como Eloy Cavazos (Guadalupe, Nuevo León, 1949), una de las grandes figuras del toreo mexicano.
Cavazos acaba de cumplir sus bodas de oro con el toreo, “y me gustaría volver a salir al ruedo”, manifiesta. Entonces, en flash back aparecen imágenes en sepia, como de fotografías arrugadas con varios detalles que lo han ido engrandeciendo en su oficio, como en la vida.
Es el niño Eloy, el quinto de una familia humilde de la Villa de Guadalupe, en Nuevo León. Su madre, Enriqueta Ramírez, hace tamales y trabaja en una carnicería. Su padre, Héctor Cavazos, es vigía de la plaza de Guadalupe y, sin querer, le abre la puerta al mundo taurino.
“Lo que quería era comprarle una casa a mi mamá. Nosotros pagábamos renta y yo veía que los toreros traían dinero, llegaban en camionetas, vestían bien. La verdad es que me hice torero por hambre.”
Y asomó la cabeza muy chiquito. A los dos años, dando apenas unos pasitos, se ponía cerca de las vaquillas, de los novillos y los toreros. Olía a que el futuro le deparaba esa vida. A los cinco empieza a dar sus primeros muletazos.
“Boleaba, vendía chicles y ayudaba en la limpieza de la plaza. Daba a 20 centavos el trapazo, pero para que el día de la corrida más de diez se bolearan, estaba duro. Una vez, de chiquito, me dejaron dar muletazos de exhibición. A la gente le daba curiosidad y me aventaron monedas. Esa noche le entregué a mi mamá 50 pesos en monedas de 20 y 50 centavos. Sabía que debía ser torero”, recuerda.
Cavazos, desde Monterrey, en donde tiene de vecinos a sus familiares y amigos, dice que es un torero más, pero la historia le atribuye pasajes ideales de una figura taurina, que después de dos años como novillero, apuntó a una trayectoria alta, triunfando en Sudamérica y en las grandes plazas como la Monumental de México y Las Ventas, en Madrid. También actuó en Barcelona y Francia.
Pero antes de citar ese punto, basta recordar sus inicios. Un día llegaron los niños taurinos de Aguascalientes. Uno de ellos, Changuita, le dio la oportunidad de aventarse con un novillo “y tuve miedo. Ahí se hubiera acabado todo, pero resulta que a los 15 años pedí la oportunidad de ser novillero y me fue muy bien, orejas y rabo, de ahí pa’ delante.”
Rafael Báez es su apoderado y lo lleva con tiento. Le aleja a las muchachas y las distracciones. Cavazos, a los 17 años, se vuelve matador de toros, pero desde tiempo atrás lleva la maestría y la mano de varios matadores que le fueron enseñando naturalmente.
Toma la alternativa en la Monumental de Monterrey con Antonio Velázquez de padrino y Manolo Martínez de testigo. Es 1966 y el chico pone de cabeza a la plaza.
“Lo más difícil en los toros es que Dios te ayude y le agradezco haber pasado 50 años como matador. Esa vez dediqué mi triunfo a la Villa de Guadalupe, mi casa, mi tierra.”
Lo sacaron a hombros
En 1968 confirma en la Plaza México a manos de Alfredo Leal y de testigo Jaime Rangel. Corta orejas y rabo. Se empiezan a aparecer los aficionados eloysistas, sedientos de ver sus verónicas y toreo en los medios, apurados siempre por sus cambios de pases.
Esa energía lo pone en el transatlántico con rumbo a España. A los 21 años, un mexicano triunfa en Madrid. Las Ventas abre la Puerta Grande para sacar por ahí a Eloy Cavazos.
“Triunfé en Madrid, me consagré, pero me duró poco el gusto. Antes había toreado en Málaga con éxito, pero después de Las Ventas, me dieron una cornada en el pecho, la más grave de mi vida. Me atravesó el pulmón a un costado del corazón. El médico me dijo que no sabía cómo había sobrevivido.”
Sufrió 20 cornadas, aquella en Madrid la de mayor peligrosidad, pero acaso ninguna como la que sufrió a los 13 años con la imagen de su hermano muerto en la azotea.
“Héctor era el mayor de los hijos en la familia. Éramos pobres y comíamos palomas, ésas que se paraban en la Plaza de Guadalupe. Nosotros vivíamos a un lado. Con un rifle solíamos matarlas para comerlas en caldo. Mi hermano subió un día por unas cuantas y escuchamos una detonación. Cuando lo alcancé, lo vi tirado. Se pegó accidentalmente un tiro en la cabeza.”
Cavazos se fue del toreo en 1985, en la Plaza México, encerrado con seis astados, “la tarde más triste de mi vida. Todo me salió mal. Tuve que abandonar la plaza por el túnel al Estadio Azul, porque la gente me quería matar. Parecía que nunca había agarrado una muleta. Fue la peor despedida”.
Pero un torero de su alcurnia no se corta la coleta con una actuación tan deprimente. Regresó en 1987, cuando le ofrecían corridas a beneficio de los damnificados por el terremoto de 1985. Eloy Cavazos mantenía a los feligreses de su arte que lo honraban al sacarlo a hombros en su traje de luces.
Cortó su última oreja en 1991 a un ejemplar de Los Bayones, en Madrid, con Gastón Santos de rejoneador y Alejandro Amaya de pie.
“Ahora me acuerdo cuando me decían que por chiquito (1.65 metros) no mataría nunca a un toro. Jamás tuve complejo, pero sí miedo y dificultad, sobre todo cuando me tocaba un burel muy grande. Pero esto era mi vida y cumplir 50 años es una bendición de la Virgen Guadalupana.”