Todo gobierno tiene su personalidad. De hecho, incluso podemos afirmar que cada administración posee rasgos que de alguna manera la definen. Por ejemplo, así como en los sexenios de Francisco Ramírez Acuña y Aristóteles Sandoval Díaz, hubo mujeres que dejaron huella de su paso al haberse conducido con independencia y congruencia, no podemos decir lo mismo del periodo de Emilio González Márquez, cuya gestión pasó a la historia como una de las más discriminatorias.
Lo anterior viene a cuenta porque bien vale la pena hacer una revisión –aunque sea inicial- del actuar de las mujeres que forman parte del alfarismo. Después de la rebelión de la presidenta de San Pedro Tlaquepaque, me parece que es oportuno hacer un alto en el camino y poner mayor atención a la conducta femenina en un gabinete que transpira misoginia.
Al echar un primer vistazo, podemos advertir con toda claridad que en las arenas legislativa y ejecutiva, las diputadas y funcionarias, en el desarrollo de sus actividades, proyectan una timidez que raya en lo miedoso. Parece que lo hacen con la consigna de que no hay lugar para la libertad ni la equivocación. Ante la presencia de los medios informativos, algunas de ellas se entumen y otras más huyen para evitar cometer una especie de desacato. Si miramos y escuchamos con interés a ciertas legisladoras o titulares de dependencias, podemos percatarnos con facilidad de que al saludar a sus jefes, poco les falta para hacer una genuflexión.
Algo ocurre con muchas mujeres del proyecto naranja. Es cierto, en sus filas hay quienes en el pasado inmediato defendieron las causas femeninas con una estridencia casi insoportable, como también hay quienes provienen de cuna fifí. Pero hoy se les ve hechas un manojo de nervios bajo la presencia de sus padrinos políticos. Vamos, ni siquiera se atreven a dar la cara o elevar el tono de su voz a favor de sus congéneres en asuntos tan delicados como el de las desapariciones forzadas o feminicidios. Dicho de otra forma, en Jalisco, un buen porcentaje de las que cobran del erario público, se muestra dócil con sus patrones, pero indiferente con el resto de las mortales.
Ahora bien, seamos justos. Honor a quien lo merece, pues existen cuando menos dos nombres que ameritan reconocimiento, ya que en medio de un ambiente político que hiede a machismo, la contralora Teresa Brito Serrano y María Elena Limón García, marcan diferencia y distancia.
La primera, como titular de la dependencia responsable de ejecutar la auditoría de la administración central y paraestatal, así como de aplicar el derecho disciplinario a los servidores públicos, ha mantenido la dignidad profesional a partir de un prestigio que ha trascendido los años y los partidos. Sabemos muy bien que ninguna presión ha sido suficiente para doblegar su coherencia institucional.
Por otro lado, Limón García tomó la decisión de ya no tolerar más las agresiones -veladas y descaradas- provenientes de un club proclive al desprecio de lo femenino, por lo que ya no está dispuesta a que alguien le dicte la plana o le dé órdenes sin considerar su punto de vista. Hay que destacar que la alcaldesa de Tlaquepaque está determinada a forjar su propio legado al honrar el mandato de sus electores, aunque para ello tenga que enfrentar al grupo que la proyectó al poder. Luego de su rechazo a los modos en la conformación de la Policía Metropolitana, su mensaje fue claro: sin respeto no hay acuerdos.
Así las cosas, no está por demás poner la lupa sobre el quehacer y comportamiento de las naranjas en la función pública, porque una verdadera democracia no se construye con silencio, abyección y obediencia absoluta.