La folclórica frase atribuida al veterano cenecista Chema Sotelo, de que “si el PRI postula como candidato a un olote, votamos por el olote”, encarnaba un mar de fondo.
Era el fiel reflejo de una disciplina partidista que rayaba en la sumisión y en algunas ocasiones en la ignominia pero, sin duda, era uno de los baluartes en la militancia del tricolor que le permitía mantener la nave a flote en tiempos de tormenta.
Pero eso ya es historia porque en los priistas ha resurgido con fuerza otra de sus más singulares características: “la cargada”, que no es otra cosa que sumarse al proyecto político del que vean con más posibilidades de ganar (aunque sea de otro partido).
Las grotescas deserciones que en los últimos días se han registrado para sumarse a las filas de Morena y hasta de Movimiento Ciudadano –y las que se sumen en la semana–, son resultado de un compendio de errores y omisiones salpicados por la soberbia del regreso al poder.
El PAN permaneció 18 años en la gubernatura en Jalisco, mientras que a nivel nacional solo se mantuvo dos sexenios; sin embargo el PRI tuvo un retorno sin gloria, pues todas las proyecciones apuntan a una derrota en este 2018.
¿Cómo se empezó a fraguar el ánimo de desencanto que cunde en las filas del partido tricolor y que lo lleva a la actual desbandada?
Un primer momento está íntimamente ligado al regreso al gobierno. Tras 18 años en la banca, veteranos priistas se empeñaron en reclamar su derecho de piso en un cargo de primer nivel o espacio para sus cachorros.
De esta forma, en el congreso, en posiciones del gobierno estatal o en las planillas como regidores, desfilaron hijos de connotados políticos tricolores sin mayor mérito que el apellido. Un caso emblemático es de un exgobernador que hizo regidores al menos a dos de sus hijos.
En el gabinete estatal se dio después una lucha generacional. Por una parte la vieja guardia que reclamaba el derecho de asesorar y orientar al joven gobernador y por otro lado una pléyade de jóvenes funcionarios que actuaron con soberbia y trataron de fea manera a la misma militancia de su partido.
Mientras el gobernador Aristóteles Sandoval se asentaba en el manejo de los grandes temas del gobierno estatal, algunos de sus funcionarios permanecieron en el mismo rol lejano y frío que dieron como consecuencia la primera lección que fue el aparatoso descalabro de las elecciones de 2015.
Un segundo punto de quiebre fue la designación del abanderado a la gubernatura.
Nadie, ni siquiera en la oposición, ha cuestionado la persona de Miguel Castro Reynoso de quien todos coinciden que es un “hombre bueno”; pero las contiendas electorales no las ganan los buenos hombres, sino los buenos candidatos.
A este panorama se suma la orfandad en que se desenvuelve Miguel Castro que es arropado en las convenciones, en las asambleas y en cuantas reuniones se puede salir en la foto; pero que en la operación en la calle, las colonias y el resto del estado, no se percibe a “las fuerzas vivas” del PRI trabajando “como un solo hombre” en favor de su candidato.
A los “traidores” como los califican por haberse ido a otro partido, habría que sumar a los que no se han ido pero que tampoco mueven un dedo para la causa priista a la espera de dar el salto antes de que el barco se hunda.
No hay una estrategia agresiva, mercadotecnia y despliegue de recursos para inundar el estado. Es más, el propio Castro presume la austeridad de haber gastado unos cuantos cientos de miles de pesos, aunque en realidad también ha sido austera su actividad política.
La desdibujada campaña priista, parece olvidar la máxima de Jesús Reyes Heroles de que en política, “la forma es el fondo”.